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Documentos
Carta desde la cárcel de Birmingham.
Martin Luther King Jr.
16 de abril de 1963
Mis queridos sacerdotes y compañeros:
Mientras me hallo recluido aquí, en la cárcel de la ciudad de
Birmingham, me llegó vuestra reciente declaración calificando mis
actividades presentes de “poco hábiles e inoportunas”. Son pocas las
veces en que me detengo a contestar a las críticas formuladas contra mi
trabajo e ideas. Si tratase de contestar a todas las críticas que pasan
por mi mesa de trabajo, mis secretarios tendrían poco tiempo disponible
para cualquier otra cosa en el curso del día, y a mí no me quedaría ni
un instante para realizar una tarea constructiva.
Pero, como creo que sois hombres de intenciones fundamentalmente buenas,
y que vuestras críticas han sido formuladas sinceramente, quiero
intentar responder a vuestra declaración con unas pocas palabras que
espero sean pacientes y razonables.
Creo que debiera indicaros por qué estoy aquí, en Birmingham, puesto que
parecéis influidos por la opinión que anatematiza a los “forasteros que
se inmiscuyen en los asuntos ajenos”. Tengo el honor de ser presidente
de la Southern Christian Leadership Conference, una organización que
actúa en todos los estados del Sur, con su cuartel general en Atlanta
(Georgia). Tenemos en todo el Sur unas 85 organizaciones afiliadas, y
una de ellas es el Alabama Christian Movement for Human Rights.
Compartimos a menudo nuestra dirección y nuestros recursos tanto
educativos como financieros con nuestras filiales. Hace varios meses, la
filial de aquí, de Birmingham, nos pidió que estuviésemos dispuestos a
emprender un programa de acción directa no violenta si ello resultaba
necesario. Consentimos enseguida y, cuando llegó la hora, cumplimos
nuestra promesa. Por eso, yo, y conmigo varios de mis colaboradores de
la dirección, estamos aquí, por habérsenos invitado a que viniésemos.
Estoy aquí porque aquí tengo vínculos de organización.
Pero, lo que es más importante: estoy en Birmingham porque también
está aquí la injusticia. Así como los profetas del siglo VIII antes de
Cristo abandonaban sus pueblos y difundían su mensaje divino muy lejos
de los límites de las ciudades originarias; así como el apóstol Pablo
dejó su pueblo de Tarso y difundió el Evangelio de Cristo hasta los
lugares más remotos del mundo grecorromano, así me veo yo también
obligado a difundir el Evangelio de la Libertad allende los muros de mi
ciudad de origen. Lo mismo que Pablo, tengo que responder sin dilación a
la petición de ayuda de los macedonios. Y, lo que es más, soy consciente
de la interrelación existente entre todas las comunidades y los estados.
No puedo permanecer con los brazos cruzados en Atlanta sin sentirme
afectado por lo que en Birmingham acontece. La injusticia, en cualquier
parte que se cometa, constituye una amenaza para la justicia en todas
partes. Nos encontramos cogidos dentro de las ineludibles redes de la
reciprocidad, uncidos al mismo carro del destino. Cualquier cosa que
afecte a uno de nosotros directamente, nos afecta a todos indirectamente.
Nunca más podremos permitirnos el lujo de aferramos a la idea estrecha,
provinciana de “agitador forastero”. Quienquiera que vive dentro de las
fronteras de los Estados Unidos tiene derecho a que no se le vuelva a
considerar nunca más forastero en el territorio de la nación.
Deploráis las manifestaciones que ahora tienen lugar en Birmingham. Pero
vuestra declaración, siento decirlo, hace caso omiso de las condiciones
que dieron lugar a estas manifestaciones. Estoy seguro de que ninguno de
vosotros quiere limitarse a esa clase de análisis social superficial que
no se ocupa más que de los efectos, sin detenerse a aprehender las
causas subyacentes. Es una pena que las manifestaciones tengan lugar en
Birmingham, pero es todavía más lamentable que la estructura del poder
blanco de la ciudad no dejase a la comunidad negra otra salida que ésta.
Toda campaña no violenta tiene cuatro fases básicas: primero la reunión
de los datos necesarios para determinar si existen las injusticias;
luego la negociación; después la autopurificación; y, por último, la
acción directa. Hemos pasado en Birmingham por todas estas fases. No
cabe discutir el hecho de que la injusticia racial embarga a esta
comunidad. Birmingham es probablemente la ciudad más drásticamente
segregada de toda Norteamérica. Su horrenda lista de violaciones es
conocida de todos. Los negros han sufrido de modo flagrante un trato
injusto por parte de los tribunales; ha habido más destrucciones de
domicilios e iglesias negros a consecuencia de bombas y que han quedado
sin resolver en Birmingham que en cualquier otra ciudad de la nación.
Éstos son los hechos, duros, palmarios, determinantes de la situación.
Con estas condiciones por base, los líderes negros trataron de negociar
con los prohombres de la ciudad. Pero éstos se negaron una y otra vez a
entablar negociaciones de buena fe.
Entonces, en septiembre último se presentó la oportunidad de hablar
con los representantes de la comunidad económica de Birmingham. Durante
las negociaciones, los comerciantes formularon ciertas promesas, entre
ellas la de suprimir los humillantes símbolos raciales de los almacenes.
Apoyándose en estas promesas, el reverendo Fred Shuttlesworth y los
líderes del Alabama Christian Movement for Human Rights concedieron una
tregua en todas las manifestaciones. Pasaron las semanas y los meses, y
comprobamos que éramos víctimas de un perjurio. Unos cuantos emblemas,
tras haber sido suprimidos por un tiempo, volvieron a surgir; el resto
permanecieron donde estaban.
Como en tantos otros casos, se habían defraudado nuestras esperanzas y
se apoderó de nosotros la sensación de un profundo desaliento. No
teníamos más salida que la de apercibirnos para la acción directa, en la
que presentaríamos nuestros propios cuerpos como instrumentos de
exposición de nuestro caso ante la conciencia de la comunidad local y
nacional. A sabiendas de las dificultades existentes, decidimos
emprender un proceso de autopurificación. Dimos comienzo a la creación
de toda una serie de seminarios para aleccionar sobre la no violencia, y
nos preguntamos reiteradas veces: ¿sabrás aceptar los golpes sin
devolverlos? ¿Sabrás prevalecer en la prueba del encarcelamiento?
Decidimos lanzar nuestro programa de acción directa en la temporada de
Semana Santa, porque sabíamos que, excepto la Navidad, éste era el
periodo principal de compras durante el año. Conscientes de que un
programa enérgico de boicot económico sería la consecuencia de la acción
directa, pensamos que éste sería el mejor momento para poner en marcha
la presión que pensábamos ejercer sobre los comerciantes para provocar
el cambio necesario.
Entonces caímos en la cuenta de que los comicios para la elección de
alcalde en Birmingham estaban señalados para el mes de marzo, y
decidimos rápidamente posponer la acción hasta el día siguiente al de
las elecciones. Cuando descubrimos que el responsable del orden público,
Eugene “Bull” Connor, había reunido votos bastantes para presentarse al
desempate, nuevamente decidimos posponer la acción hasta el día
siguiente al de los comicios finales para que no se utilizaran las
manifestaciones con el fin de velar los problemas reales que se debatían.
Como muchos otros, esperábamos asistir a la derrota del señor Connor, y
para ello nos avinimos a retrasar una y otra vez la fecha de nuestra
acción. Después de haber prestado nuestro auxilio a la comunidad en esta
necesidad, creímos que ya no se podía demorar más nuestro programa de la
acción directa.
Preguntaréis: “¿Por qué acción directa?” “¿Por qué sit-ins, marchas y
demás?” “¿Acaso no es el de la negociación el camino mejor?” Tenéis
razón para abogar por la negociación. De hecho, esto es lo que realmente
se propone la acción directa. La acción directa no violenta trata de
crear una crisis tal, y de originar tal tensión, que una comunidad que
se ha negado constantemente a negociar se ve obligada a hacer frente a
este problema. Trata de dramatizar tanto la cuestión, que ya no puede
ser desconocida bajo ningún concepto. Podrá parecer raro que yo cite la
creación de un estado de tensión como parte del trabajo que incumbe al
resistente no violento. Pero tengo que confesar que no me asusta la
palabra “tensión”. No he dejado nunca de oponerme a la tensión violenta,
pero existe una clase de tensión no violenta constructiva, necesaria
para el crecimiento. Así como Sócrates creía que era necesario crear una
tensión en la mente para que los individuos superasen su dependencia
respecto de los mitos y de las semiverdades hasta ingresar en el recinto
libre del análisis creador y de la evaluación objetiva, así también,
hemos de comprender la necesidad de “tábanos” no violentos creadores de
una tensión social que sirva de acicate para que los hombres superen las
oscuras profundidades del prejuicio y del racismo, elevándose hasta las
alturas mayestáticas de la comprensión y de la fraternidad.
La meta de nuestro programa de acción directa radica en crear una
situación tan pletórica de crisis que desemboque inevitablemente en la
salida negociadora. Me uno, pues, a ustedes en su apología de la
negociación. Nuestro querido Sur ha permanecido demasiado tiempo
encerrado en un trágico esfuerzo de vivir monologando en vez de dialogar.
Uno de los puntos básicos de su declaración es que la acción que yo y
mis colaboradores hemos emprendido en Birmingham es inoportuna. Han
preguntado algunos: “¿Por qué no habéis dado a la nueva administración
urbana tiempo para obrar?” La única contestación que se me ocurre para
esta pregunta es que la nueva administración de Birmingham tiene que ser
tan zarandeada como la anterior, si se quiere que obre. Estamos
profundamente equivocados si creemos que la elección de Albert Boutwell
para el cargo de alcalde convertirá los sueños en realidad en
Birmingham. Pese a ser el señor Boutwell persona mucho más pacífica que
el señor Connor, ambos son segregacionistas, empeñados en el
mantenimiento del status quo. Espero que el señor Boutwell será lo
bastante razonable como para percatarse de la insignificancia de una
resistencia denodada a la integración. Pero no lo verá sin la presión de
los partidarios incondicionales de los defensores de los derechos
civiles. Amigos míos, tengo que decirles que no nos hemos apuntado ni un
solo tanto en materia de derechos civiles sin una empecinada presión
legal y no violenta. Desgraciadamente, es un hecho histórico
incontrovertible que los grupos privilegiados prescinden muy rara vez
espontáneamente de sus privilegios. Los individuos podrán ver la luz de
la moral y abandonar voluntariamente una postura injusta; pero, como nos
recordara Reinhold Niebuhr, los grupos tienden a comportarse más
inmoralmente que los individuos.
Sabemos por una dolorosa experiencia que la libertad nunca la concede
voluntariamente el opresor. Tiene que ser exigida por el oprimido. A
decir verdad, todavía estoy por empezar una campaña de acción directa
que sea “oportuna” ante los ojos de los que no han padecido
considerablemente la enfermedad de la segregación. Hace años que estoy
oyendo esa palabra “¡Espera!”. Suena en el oído de cada negro con
penetrante familiaridad. Este “espera” ha significado casi siempre “nunca”.
Tenemos que convenir con uno de nuestros juristas más eminentes en que
“una justicia demorada durante demasiado tiempo equivale a una justicia
denegada”.
Hemos aguardado más de trescientos cuarenta años para usar nuestros
derechos constitucionales y otorgados por Dios. Las naciones de Asia y
de África se dirigen a velocidad supersónica a la conquista de su
independencia política; pero nosotros estamos todavía arrastrándonos por
un camino de herradura que nos llevará a la conquista de un tazón de
café en el mostrador de los almacenes. Es posible que resulte fácil
decir “espera” para quienes nunca sintieron en sus carnes los acerados
dardos de la segregación. Pero cuando se ha visto cómo muchedumbres
enfurecidas linchaban a su antojo a madres y padres, y ahogaban a
hermanas y hermanos por puro capricho; cuando se ha visto cómo policías
rebosantes de odio insultaban a los nuestros, cómo maltrataban e incluso
mataban a nuestros hermanos y hermanas negros; cuando se ve a la gran
mayoría de nuestros veinte millones de hermanos negros asfixiarse en la
mazmorra sin aire de la pobreza, en medio de una sociedad opulenta;
cuando, de pronto, se queda uno con la lengua torcida, cuando balbucea
al tratar de explicar a su hija de seis años por qué no puede ir al
parque público de atracciones recién anunciado en la televisión, y ver
cómo se le saltan las lágrimas cuando se le dice que el “País de las
Maravillas” está vedado a los niños de color, y cuando observa cómo los
ominosos nubarrones de la inferioridad empiezan a enturbiar su pequeño
cielo mental, y cómo empieza a deformar su personalidad dando cauce a un
inconsciente resentimiento hacia los blancos; cuando se tiene que amañar
una contestación para el hijo de cinco años que pregunta: “Papá ¿por qué
tratan los blancos a la gente de color tan mal?”; cuando se sale a dar
una vuelta por el campo en coche y se ve uno obligado a dormir noche
tras noche en algún rincón incómodo del propio automóvil porque no están
abiertas las puertas de ningún hotel para uno; cuando se le humilla a
diario con los símbolos punzantes de “blanco” y “colored”; cuando el
nombre de uno pasa a ser “negrazo” y el segundo nombre se torna
“muchacho” (cualquiera que sea la edad que se tenga), volviéndose su
apellido “John” en tanto que a su mujer y a su madre se les niega el
trato de “señora”; cuando se viene estando hostigado de día y
obsesionado por la noche por el hecho de ser un negro, viviendo en
perpetua tensión sin saber nunca a qué atenerse, y rebosando temores
internos y resentimientos exteriores; cuando se está luchando
continuamente contra una sensación degeneradora de despersonalización,
entonces, y sólo entonces se comprende por qué nos parece tan difícil
aguardar. Llega un momento en que se colma la copa de la resignación.
Espero, señores, que comprenderán nuestra legítima e ineludible
impaciencia.
Expresan una profunda ansiedad en torno a nuestra decisión de
quebrantar las leyes si es preciso. No cabe duda de que su preocupación
es legítima. Como pedimos con tanta diligencia a nuestro pueblo que
obedeciese a la decisión del Tribunal Supremo que declaraba ilegal la
segregación en las escuelas oficiales, podrá parecer paradójico, de
buenas a primeras, nuestra desobediencia consciente de las leyes. Podrán
preguntar: “¿Cómo pueden ustedes defender la desobediencia de unas leyes
y el acatamiento de otras?”. La contestación debe buscarse en el hecho
de que existen dos clases de leyes: las leyes justas y las injustas. Yo
sería el primero en defender la necesidad de obedecer los mandamientos
justos. Se tiene una responsabilidad moral además de legal en lo que
hace al acatamiento de las normas justas. Y, a la vez, se tiene la
responsabilidad moral de desobedecer normas injustas. Estoy de acuerdo
con San Agustín en que “una ley injusta no es tal ley”.
Pero ¿cuál es la diferencia entre ambas clases de leyes? ¿Cómo se sabe
si una ley es justa o no lo es? Una ley justa es un mandato formulado
por el hombre que cuadra con la ley moral o la ley de Dios. Una ley
injusta es una norma en conflicto con la ley moral. Para decirlo con
palabras de Santo Tomás de Aquino: “Una ley injusta es una ley humana
que no tiene su origen en la ley eterna y en el derecho natural. Toda
norma que enaltece la personalidad humana es justa; toda norma que
degrada la personalidad humana es injusta.” Todos los mandatos legales
segregacionistas son injustos, porque la segregación deforma el alma y
perjudica la personalidad; da al que segrega una falsa sensación de
superioridad y al segregado una sensación de inferioridad asimismo falsa.
La segregación, para valernos de la terminología del filósofo judío
Martin Buber, sustituye la relación “yo-tú” por una relación “yo-ello”,
y acaba relegando a las personas a la condición de cosas. Por eso, la
segregación es, además de inadecuada política, económica y
sociológicamente, moralmente equivocada y pecaminosa. Dijo Paul Tilich
que “pecado es separación”. ¿Acaso no es la segregación una
manifestación existencial de la trágica separación del hombre, su
aislamiento horrible, su tremenda condición de pecador? Por eso
precisamente puedo pedir a los hombres que cumplan la decisión de 1954
del Tribunal Supremo, por ser moralmente recta; y por eso puedo
instarles a que desobedezcan las ordenanzas segregacionistas, por ser
éstas moralmente equivocadas.
Consideremos un ejemplo más concreto de normas justas e injustas.
Una ley injusta es una norma por la que un grupo numéricamente superior
o más fuerte obliga a obedecer a una minoría pero sin que rija para él.
Esto equivale a la legalización de la diferencia. Por el mismo
procedimiento, resulta que una ley justa es una norma por la que una
mayoría obliga a una minoría a obedecer a lo que ésta mande, quedando a
la vez vinculada al texto normativo dicha mayoría. Esto equivale a la
legalización de la semejanza.
Permítaseme dar otra explicación. Una ley es injusta si es impuesta a
una minoría que, al denegársele el derecho a votar, no participó en la
elaboración ni en la aprobación de la ley. ¿Quién podrá decir que la
legislación de Alabama de la que emanaron las leyes del estado sobre la
segregación fue elegida democráticamente? Por todo Alabama se utilizan
toda suerte de métodos sutiles encaminados a evitar que los negros pasen
a figurar en los censos electorales; y condados hay en que, por más que
los negros constituyan una mayoría de la población, no consta ni un solo
negro en las listas. ¿Puede decirse que una ley promulgada en tales
circunstancias está estructurada democráticamente?
Algunas veces una ley es justa por su texto e injusta en su aplicación.
Por ejemplo, se me arrestó por manifestarme sin permiso. Ahora bien;
nada hay de malo en que exista una ordenanza que exige un permiso para
manifestarse. Pero esta norma se vuelve injusta cuando es puesta al
servicio de la segregación, denegando a los ciudadanos el derecho de
reunión y protesta pacíficas concedido por la primera enmienda.
Espero que sabrán percatarse de la diferencia que trato de mostrarles.
Bajo ningún concepto preconizo la desobediencia ni el desafío a la ley,
como haría el segregacionista rabioso. Esto nos llevaría a la anarquía.
El que quebranta una ley injusta tiene que hacerlo abiertamente, con
amor y dispuesto a aceptar la consiguiente sanción. Opino que un
individuo que quebranta una ley injusta para su conciencia, y que acepta
de buen grado la pena de prisión con tal de despertar la conciencia de
la injusticia en la comunidad que la padece, está de hecho manifestando
el más eminente respeto por el derecho.
Naturalmente, no hay ninguna novedad en esta clase de desobediencia
civil. La encontramos, en una de sus manifestaciones sublimes, en la
negativa de Shadrach, Meshach y Abednego a obedecer las órdenes de
Nabucodonosor, en aras a la ley moral superior. La practicaron de modo
soberbio los cristianos primitivos, que estaban dispuestos a enfrentarse
con leones hambrientos, con el dolor insoportable de la tortura antes
que someterse a ciertas leyes injustas del imperio romano. Hasta cierto
punto, la libertad académica es actualmente una realidad porque Sócrates
practicó la desobediencia civil. En nuestra nación, el Boston Tea Party
(1) fue un acto colectivo de desobediencia civil.
No hemos de olvidar jamás que todo cuanto hicieron los húngaros que
luchaban por la libertad se reputaba “ilegal” en Hungría. “Ilegal” era
ayudar y consolar a un judío en la Alemania de Hitler. Aún así, estoy
seguro de que, si hubiera vivido entonces en Alemania, hubiese ayudado y
consolado a mis hermanos judíos. Si actualmente viviese en un país
comunista donde han sido suprimidos ciertos principios inherentes a la
fe cristiana, abogaría abiertamente por la desobediencia a las leyes
antirreligiosas del país.
Tengo que confesarles honradamente dos cosas, hermanos míos cristianos y
judíos; tengo que confesar, primero, que en los últimos años he quedado
profundamente desencantado del blanco moderado. Casi he llegado a la
triste conclusión de que la rueda de molino que lleva amarrada el negro
y que traba su tránsito hacia la libertad, no proviene del miembro del
Consejo de Ciudadanos Blancos, o del Ku-Klux-Klan, sino del blanco
moderado que antepone el “orden” a la justicia; que prefiere una paz
negativa que supone ausencia de tensión, a una paz positiva que entraña
presencia de la justicia; quien dice continuamente: “Estoy de acuerdo
con el objetivo que usted se propone, pero no puedo aprobar sus métodos
de acción directa”; que cree muy paternalmente que puede fijar un plazo
a la libertad del prójimo; quien vive de un concepto mítico del tiempo y
aconseja al negro que aguarde a que llegue “un momento más oportuno”. La
comprensión superficial de los hombres de buena voluntad es más
demoledora que la absoluta incomprensión de los hombres de mala voluntad.
Resulta mucho más desconcertante la aceptación tibia que el rechazo sin
matices.
Esperé que el blanco moderado comprendería que la ley y el orden existen
para la elaboración de la justicia, y que, cuando fracasan en este
empeño, se convierten en unas trabas peligrosamente estructuradas que
impiden el fluir del progreso social. Esperé que el blanco moderado
comprendería que la actual tensión en el Sur es una fase necesaria para
la transición desde una odiosa paz negativa en la que el negro aceptaba
pasivamente su carga injusta, a una paz muy otra, real y positiva, en la
que todos los hombres respetarán la dignidad y el valor de la
personalidad humana. De hecho, los que seguíamos la senda de la acción
directa no violenta no somos quienes creamos la tensión. Nos limitamos a
traer a la superficie la tensión oculta que se hallaba en estado latente
desde mucho antes. La sacamos a la luz, porque así se la puede ver y
actuar en consecuencia. Lo mismo que un tumor que no se puede curar
mientras siga oculto, y que debe abrirse en todo su horror a los
remedios naturales del aire y de la luz, la injusticia tiene que
exponerse, con toda la tensión que esta exposición crea, a la luz de la
conciencia humana y al aire de la opinión nacional si es que existe el
deseo de subsanarla.
Afirman ustedes en su declaración que nuestras acciones, aunque
pacíficas, tienen que ser condenadas porque conducen a la violencia. ¿Pero
es éste un aserto lógico? ¿No es ello lo mismo que condenar a un hombre
víctima del hurto porque el hecho de haber poseído dinero determinó la
pecaminosa acción de robarle? ¿Acaso no es como si se condenara a
Sócrates porque su absoluta entrega a la verdad y sus investigaciones
filosóficas causaron la actitud del populacho mal aconsejado que le
condenó a beber la cicuta? ¿No les parece que esto equivale a condenar a
Jesucristo porque su incomparable ciencia divina y su incesante
acatamiento de la voluntad de Dios precipitó aquella pecaminosa
crucifixión? Hay que reconocer que, como han venido afirmando una y otra
vez los tribunales federales, no está bien pedir a un individuo que
abandone sus esfuerzos por conquistar sus derechos constitucionales
básicos sencillamente porque esta petición pueda determinar la violencia.
La sociedad tiene que proteger al robado y castigar al ladrón.
También esperé que el blanco moderado abandonaría ese mito acerca del
momento oportuno para librar la batalla por la libertad. Acabo de
recibir una carta de un hermano blanco de Texas. Escribe:
Cualquier cosa que afecte a uno de nosotros directamente, nos afecta a
todos indirectamente.
Una ley injusta es una ley humana que no tiene su origen en la ley
eterna y en el derecho natural. Toda norma que enaltece la personalidad
humana es justa; toda norma que degrada la personalidad humana es
injusta.
Una ley es injusta si es impuesta a una minoría que, al denegársele el
derecho a votar, no participó en la elaboración ni en la aprobación de
la ley.
Todos los cristianos saben que, a la postre, el pueblo negro gozará de
iguales derechos que los blancos; pero es posible que tengáis excesivas
prisas religiosas. La cristiandad ha necesitado casi dos mil años para
lograr lo que ahora tiene. Las enseñanzas de Cristo tardan en imponerse
al mundo.
Esta actitud procede de un trágico error en cuanto a lo que es el
tiempo, de una noción curiosamente irracional a cuyo tenor hay, en el
devenir del tiempo mismo, algo que inevitablemente cura todos los males.
De hecho, el tiempo en sí es neutro; puede ser utilizado para la
destrucción lo mismo que para construir. Se me ocurre cada vez más que
los hombres de mala voluntad se han valido del tiempo con una eficacia
muy superior a la demostrada al respecto por los hombres de buena
voluntad. Tendremos que arrepentirnos en esta generación no sólo por las
acciones y palabras hijas del odio de los hombres malos, sino también
por el inconcebible silencio atribuible a los hombres buenos. El
progreso humano nunca discurre por la vía de lo inevitable. Es fruto de
los esfuerzos incansables de hombres dispuestos a trabajar con Dios; y
si suprimimos este esfuerzo denodado, el tiempo se convierte de por sí
en aliado de las fuerzas del estancamiento social. Tenemos que utilizar
el tiempo de modo creador, conscientes de que siempre es oportuno obrar
rectamente. En este momento es hora de convertir en realidad palpable la
promesa de democracia y de transformar nuestra indecisa elegía nacional
en un salmo de hermandad creador. En este momento es hora de sacar
nuestra política nacional de las arenas movedizas de la injusticia
racial para plantarla sobre la firme roca de la dignidad humana.
Tildan ustedes nuestra actividad en Birmingham de extremada. Al
principio quedé algo desconcertado por pensar que unos sacerdotes
colegas míos pudiesen ver en mis esfuerzos no violentos la actuación de
un extremista. Me puse a pensar acerca del hecho de que me encuentro
situado en el centro de dos fuerzas opuestas de la comunidad negra. A un
lado está la fuerza de la complacencia, compuesta, en parte, de negros
que, tras largos años de opresión, han quedado tan faltos de todo
sentido de la propia dignidad, tan despersonalizados, que se han
adaptado a la segregación; y, en parte, de un puñado de negros de clase
media que, debido a cierto grado de seguridad académica o económica, y
porque, hasta cierto punto, sacan provecho de la segregación, se han
desentendido de los problemas de las masas. La otra fuerza viene animada
por el rencor y el odio, y se acerca peligrosamente a la defensa de la
violencia. Trasunto suyo son los varios grupos nacionalistas negros que
brotan por toda la nación, el más conocido y más numeroso de los cuales
es el movimiento musulmán de Elijah Mohamed. Nutrido por la frustración
del negro, hijo de la permanencia de la discriminación racial, este
movimiento se compone de gentes que han perdido su fe en los Estados
Unidos, que han repudiado definitivamente el cristianismo y que han
llegado a la conclusión de que el blanco es un “demonio” incorregible.
He tratado de mantenerme entre estas dos fuerzas, afirmando que no
tenemos necesidad de imitar el inmovilismo de los complacientes ni el
odio y la desesperación de los nacionalistas negros. Y es que ésta es la
mejor forma de protesta amorosa y no violenta. Agradezco a Dios que haya
hecho, por el conducto de la Iglesia negra, que la senda de la no
violencia pasase a formar parte integrante de nuestro plan de lucha.
Si esta filosofía no hubiese surgido, estoy convencido de que
actualmente muchas de las calles del Sur norteamericano estarían
inundadas de sangre. Y estoy, además, convencido de que si nuestros
hermanos blancos califican de “demagogos” y de “agitadores forasteros” a
aquellos de entre nosotros que se valen de la acción directa no violenta,
y si se niegan a apoyar nuestros esfuerzos no violentos, millones de
negros, presa de la desesperación y de la frustración, buscarán refugio
y albergue en las ideologías nacionalistas negras, lo cual, de acontecer,
conduciría inevitablemente a una aterradora pesadilla racial.
Los hombres oprimidos no pueden seguir estándolo de por vida. El anhelo
de libertad acaba por manifestarse abiertamente, y esto es lo que ha
ocurrido con el negro estadounidense. Hay algo dentro de él que le ha
recordado que nacía con el derecho a la libertad; y algo, otra cosa
fuera de él, le ha recordado que esta libertad podía ser conquistada.
Consciente o inconscientemente, se ha dejado embargar por el Zeitgeist
(2), y el negro norteamericano, unido a sus hermanos negros de África y
a sus hermanos amarillos y cobrizos de Asia, América del Sur y el Caribe,
marcha impregnado por un ansia que no puede esperar, hacia la Tierra
prometida de la justicia racial. Si se reconoce esta necesidad vital que
se ha apoderado de la comunidad negra, se tiene que comprender
inmediatamente el porqué de las manifestaciones públicas actuales. El
negro lleva dentro de sí muchos resentimientos concentrados y muchas
frustraciones latentes, y tiene que liberarlos. Así que déjesele marchar;
déjesele participar en procesiones pías en dirección al ayuntamiento;
déjesele participar en los “viajes de la Libertad”, e inténtese
comprender por qué siente la necesidad de hacerlo. Si sus emociones
reprimidas no encuentran escape en actuaciones no violentas, buscarán
una manifestación violenta. Con ello no formulo una amenaza; me limito a
recordar enseñanzas de la historia. Por eso no he dicho a mi pueblo:
“Abandonad vuestro descontento.” Antes bien, he tratado de decir que
este descontento normal cuanto sano, puede encauzarse por la vía
creadora de la acción directa no violenta. Y ahora, he aquí que se
califica de extremista este punto de vista.
Pero, a pesar de que me desconcertó inicialmente el sambenito de
extremista, conforme seguía pensando acerca del asunto, fue entrándome
cierta satisfacción por la etiqueta que se me colgaba. ¿Acaso no fue
Jesús un extremista del amor?: “Amad a vuestros enemigos; perdonad a los
que os vejan; haced el bien a los que os odian y rezad por los que
abusan maliciosamente de vosotros y os persiguen.” Y Amós, un extremista
de la justicia: “Dejad que la justicia discurra como el agua y que la
equidad corra como un inagotable manantial.” Y Pablo, un extremista del
Evangelio cristiano: “Llevo en mi cuerpo las señales de nuestro Señor
Jesucristo.” Y Martín Lutero, un extremista: “A lo dicho me atengo; no
puedo obrar de otra manera: que Dios venga en mi ayuda.” Y John Bunyan:
“Permanecería en la cárcel hasta el final de mis días antes que asesinar
mi conciencia.” Y Abraham Lincoln: “Esta nación no puede sobrevivir
esclava a medias y libre a medias.” Y Thomas Jefferson: “Para nosotros
hay verdades evidentes de suyo, y una de ellas es que todos los hombres
fueron creados iguales [...].” Así que el problema no estriba en saber
si hemos de ser extremistas, sino en la clase de extremistas que seremos.
¿Llevaremos nuestro extremismo hacia el odio o hacia el amor? ¿Pondremos
el extremismo al servicio de la conservación de la injusticia o de la
difusión de la justicia? En la dramática escena del Gólgota fueron
crucificados tres hombres. Nunca hemos de olvidar que los tres fueron
crucificados por el mismo delito: el delito del extremismo. Dos de ellos
eran extremistas de la inmoralidad, y por eso cayeron más bajo que el
mundo que les rodeaba. El otro, Jesucristo, era un extremista del amor,
de la verdad y de la bondad, y por eso se elevó por encima del mundo que
le rodeaba. Bien podría ser que el Sur, la nación y el mundo necesiten
muchísimo de extremistas creadores.
Esperé que el blanco moderado se percataría de esta necesidad. Quizás
pequé de excesivo optimismo; quizás fueran excesivas mis esperanzas.
Supongo que debía haberme dado cuenta de que pocos son los miembros de
la raza opresora capaces de comprender la profundidad de los gemidos y
la pasión de los deseos de la raza oprimida, y aún son menos los capaces
de ver que la injusticia necesita ser extirpada mediante una acción
poderosa, persistente y decidida. Estoy, sin embargo, agradecido a
algunos de nuestros hermanos blancos del Sur por haber captado el
sentido de esta revolución social y haberse puesto a su servicio.
Todavía son demasiado pocos en cuanto al número, pero grande es su
calidad. Algunos, como, por ejemplo, Ralph McGill, Lillian Smith, Harry
Golden, James McBride Dabbs, Ann Braden y Sarah Patton Boyle, han
escrito acerca de nuestra lucha con palabras elocuentes y proféticas.
Otros han marchado con nosotros por las calles anónimas del Sur; se han
consumido en cárceles sucias e infestadas de parásitos, sufriendo los
insultos y los malos tratos de policías para quienes ellos eran
“despreciables negrazófilos”. Frente a lo que solían hacer sus hermanos
y hermanas moderados, ellos reconocieron la urgencia de actuar y
sintieron la necesidad de poderosos antídotos “activos” para combatir la
enfermedad segregacionista.
Déjenme apuntarles otra razón fundamental de mi desencanto. ¡Cuán
grande ha sido éste en lo que hace a la Iglesia blanca y a sus ministros!
Cierto es que existen algunas excepciones notables. No desconozco el
hecho de que cada uno de ustedes ha adoptado algunas actitudes
significativas acerca del particular. Le aplaudo a usted, reverendo
Stallings, por su actitud cristiana el domingo pasado, al dar la
bienvenida a los negros en el oficio dominical, aceptando el principio
de la integración. Aplaudo a los líderes católicos de este estado por
haber integrado hace ya varios años el Spring Hill College.
Pero, aparte de estas importantes excepciones, tengo que reiterar
honradamente que la Iglesia me ha defraudado. No lo digo como lo diría
uno de esos críticos negativos que siempre saben encontrar algo
equivocado en la Iglesia. Lo digo en mi calidad de ministro del
Evangelio, que ama a la Iglesia; en mi calidad de eclesiástico
amamantado en su pecho; que se ha sostenido gracias a sus bendiciones
espirituales y que seguirá siendo leal mientras le quede un hálito de
vida.
Cuando de pronto me vi lanzado al liderato de la protesta de los
autobuses en Montgomery (Alabama), hace de esto unos años, pensé que
gozaría del apoyo de la Iglesia blanca. Pensé que los ministros,
sacerdotes y rabinos blancos del Sur se contarían entre nuestros más
firmes aliados. Mas, he aquí que algunos de ellos han sido incluso
enemigos, negándose a comprender el movimiento de la libertad y
formándose una idea equivocada de sus líderes. En cuanto a los demás,
han sido demasiados los que se han mostrado más precavidos que valientes
y que han permanecido silenciosos detrás de la cloroformizante seguridad
de las piadosas vidrieras.
A pesar de ver quebrantados mis sueños, acudí a Birmingham con la
esperanza puesta en que la dirección religiosa blanca de esta comunidad
se percataría de la justicia de nuestra causa y haría, cumpliendo un
profundo deber moral, de canal por el que podríamos encauzar nuestras
justas quejas hacia las esferas del poder. Esperé que cada uno de
ustedes comprendería. Y de nuevo vino el desencanto.
He oído a muchos dirigentes religiosos del Sur aconsejar a sus
feligreses que acatasen una sentencia integracionista porque así lo
quería la ley. Pero hubiese querido oír a los eclesiásticos blancos
declarar: “Acatad este decreto porque la integración es moralmente justa
y porque el negro es vuestro hermano.” En medio de las injusticias
palmarias infligidas al negro, he visto a los ministros de la religión
blancos permanecer al margen mientras formulaban frases piadosas que no
hacían al caso y trivialidades mojigatas. En medio de la grandiosa
contienda sostenida por librar a nuestra nación de la injusticia racial
y económica, he oído a muchos ministros decir: “Son estos problemas
sociales con los que el Evangelio no está realmente relacionado.” Y he
observado cómo varias iglesias se consagran a una religión perteneciente
desde todo punto de vista a un mundo distinto al nuestro; una religión
que discrimina curiosamente, de modo antibíblico, entre el cuerpo y el
alma, lo sagrado y lo laico.
He viajado por todas partes en Alabama, Mississippi y todos los
demás estados del Sur. En bochornosos días de verano y en diáfanas
mañanas otoñales, me he quedado mirando las bellas iglesias del Sur con
sus elevados campanarios apuntando al cielo. He visto las impresionantes
siluetas de sus enormes instituciones dedicadas a la enseñanza
confesional. Siempre acababa preguntándome: “¿Qué clase de personas
viene aquí? ¿Quién es su Dios? ¿Dónde estaban sus voces cuando salieron
de los labios del gobernador Barnett palabras de obstaculización y de
anulación? ¿Dónde estaban cuando el gobernador Wallace tocó a rebato
dando la señal para desencadenar el odio y la provocación? ¿Dónde
estaban sus palabras de apoyo cuando hombres y mujeres negros,
magullados y cansados, decidieron abandonar las oscuras mazmorras de la
complacencia y pasar a las luminosas colinas de la protesta creadora?”
Sí, sigo preguntándome todo esto. Profundamente desalentado, he llorado
sobre la laxitud de la Iglesia. Pero sepan que mis lágrimas fueron
lágrimas de amor. No cabe un profundo desaliento sino donde falta un
amor profundo. Sí, amo a la Iglesia. ¿Cómo iba a no ser así? Me
encuentro en la situación harto frecuente de ser hijo, nieto y bisnieto
de predicadores. Sí, la Iglesia es para mí el cuerpo de Cristo. Mas,
¡ay!, cómo hemos envilecido y herido este cuerpo con la negligencia
social y con el temor de convertirnos en posibles miembros disconformes.
Hubo una época en que la Iglesia fue muy poderosa: cuando los cristianos
primitivos se regocijaban de que se les considerase dignos de sufrir por
sus convicciones. En aquella época, la Iglesia no era mero termómetro
que medía las ideas y los principios de la opinión pública. Era más bien,
un termostato que transformaba las costumbres de la sociedad.
Dondequiera que un cristiano penetrase en una ciudad, las personas que
entonces detentan las riendas del poder, se perturbaban e inmediatamente
trataban de procesar a los cristianos por ser “perturbadores de la paz”
y “agitadores forasteros”. Pero los cristianos no cejaron en su empeño,
convencidos de que eran “una colonia celestial”, destinados a obedecer a
Dios antes que al hombre. Su número era limitado, pero grande su entrega.
Estaban demasiado ebrios de Dios para sentirse “astronómicamente
intimidados”. Con su esfuerzo y su ejemplo pusieron fin a prejuicios tan
remotos como el abominable infanticidio y los funestos combates de
gladiadores.
En la actualidad todo ocurre de modo muy distinto. Y es que la Iglesia
contemporánea es a menudo una voz débil y sin timbre, de sonido incierto.
Es que a menudo es defensora a todo trance del status quo. En vez de
sentirse perturbada por la presencia de la Iglesia, la estructura del
poder de la comunidad se beneficia del espaldarazo tácito y aún, a veces,
verbal, de la Iglesia a la situación imperante.
Pero el juicio de Dios rige para la Iglesia más que nunca. Si la iglesia
de hoy no recobra el espíritu de sacrificio de la Iglesia primitiva,
perderá su autenticidad, echará a perder la lealtad de millones de
personas y acabará desacreditada como si se tratara de algún club social
irrelevante, desprovisto de sentido para el siglo XX. Todos los días me
encuentro con jóvenes cuyo desengaño por la actitud de la Iglesia se ha
convertido en auténtico asco.
Puede que también esta vez me haya pasado de optimista. ¿Acaso está la
religión demasiado vinculada al status quo como para salvar a nuestra
nación y al mundo? Es posible que tenga que polarizar mi fe en la
Iglesia espiritual interior, en la Iglesia dentro de la Iglesia, como
verdadera ekklesia y esperanza del orbe. Pero agradezco nuevamente a
Dios que algunas almas nobles de las filas de la religión organizada
hayan roto las cadenas paralizantes del conformismo y se hayan unido a
nosotros en calidad de asociados activos en la lucha por la libertad.
Abandonaron sus tranquilas congregaciones y marcharon con nosotros por
las calles de Albany. Han descendido por las autopistas del Sur
participando en unos “viajes de la Libertad”, por cierto sembrados de
obstáculos. Sí, fueron a la cárcel con nosotros; algunos de ellos
perdieron sus parroquias, quedaron sin el apoyo de sus obispos y de sus
colegas eclesiásticos. Pero obraron creyendo que la razón derrotada
puede más que la sinrazón triunfante. Su testimonio ha sido la sal
espiritual que ha conservado el verdadero significado del Evangelio en
estos tiempos de turbación. Han cavado un túnel de esperanza en la negra
montaña del desconcierto.
Espero que la Iglesia en conjunto saldrá a la palestra en esta hora
decisiva. Pero, aunque la Iglesia no acuda en ayuda de la justicia, no
pierdo mis esperanzas acerca del futuro. No abrigo ningún temor acerca
del resultado de nuestra lucha en Birmingham, aunque haya sido dada una
interpretación equivocada de nuestros motivos. Alcanzaremos la meta de
la libertad en Birmingham y en toda la nación, porque la meta de
Norteamérica es libertad. Por más que se nos insulte y se haga burla de
nosotros, nuestro destino va unido al de Estados Unidos. Antes de que
los peregrinos arribasen a Plymouth, estábamos aquí. Antes de que la
pluma de Jefferson escribiera las majestuosas palabras de la Declaración
de Independencia en las páginas de la historia, estábamos aquí. Durante
más de dos siglos, nuestros antecesores trabajaron en este país sin
cobrar salario alguno; hicieron rey al algodón; edificaron las mansiones
de sus amos mientras sufrían una injusticia flagrante y padecían una
humillación abyecta y, sin embargo, gracias a una vitalidad sin límites,
siguieron progresando y multiplicándose. Si las inenarrables crueldades
de la esclavitud no pudieron detenernos, menos podrá hacerlo la
oposición que tenemos ahora frente a nosotros. Conquistaremos nuestra
libertad porque el sagrado legado de nuestra nación y la eterna voluntad
de Dios están plenamente integrados en nuestras exigencias.
Antes de terminar, me siento obligado a citar otro punto de la
declaración hecha por ustedes que me ha turbado profundamente.
Aplaudieron ustedes con calor a la policía de Birmingham por mantener
“el orden” y “prevenir la violencia”. Dudo que aplaudiesen tan
fervorosamente a la fuerza policiaca de haber visto a sus perros hincar
sus colmillos en negros inermes, no violentos. Dudo que aplaudiesen con
tanto fervor a los policías de haber observado el horrible e inhumano
trato que deparan a los negros aquí, en la cárcel de la ciudad; si les
viesen empujar e insultar a las ancianas negras y a las muchachas negras;
si les viesen abofetear y golpear a los viejos y a los muchachos negros;
si observasen cómo —según hicieron en dos ocasiones— se negaban a darnos
de comer porque queríamos cantar para bendecir la mesa juntos. No puedo
unirme a ustedes en su alabanza a la policía de Birmingham.
Es cierto que la policía ha demostrado cierta capacidad de disciplina en
su trato a los manifestantes. En este sentido, se han comportado más
bien de modo “no violento” en público. Pero, ¿por qué? Para preservar el
perjudicial sistema de la segregación. Durante los últimos años he
predicado sin cesar que la no violencia requiere que los medios de que
nos valemos sean tan puros como las metas que nos proponemos alcanzar.
He tratado de dejar claramente establecido que está mal valerse de
medios inmorales para lograr fines morales. Pero ahora he de afirmar que
tan mal está, y quizás aún sea peor, valerse de medios morales para la
consecución de fines inmorales. Es posible que el señor Connor y sus
policías se hayan mostrado más bien no violentos en público como hiciera
el jefe de policía Pritchett en Albany (Georgia), pero han utilizado los
medios morales que les brinda la no violencia para mantener la meta
inmoral de la injusticia racial. Como dijera el gran escritor T. S.
Eliot: “La última tentación es la mayor de las traiciones: obrar bien
por malos motivos.”
Hubiese preferido que aplaudiesen a los negros que participaban en
los sit-ins y en las manifestaciones de Birmingham, rindiendo así
homenaje a su valor sublime, a su aceptación del martirio y su increíble
disciplina ante tamaña provocación. Algún día reconocerá el Sur cuáles
son sus verdaderos héroes. Se citarán a los James Meredith, con el noble
sentido de la misión propia que les arma para enfrentarse a muchedumbres
vociferantes y hostiles, y con esa oprimente sensación de soledad que
caracteriza la vida del pionero. Se citarán las mujeres negras oprimidas,
de edad provecta, desgastadas, simbolizadas por aquella anciana de
setenta y dos años que en Montgomery (Alabama) se alzó, movida por su
sentido de la dignidad, y decidió con los suyos no viajar más en
autobuses segregados, y que respondió con espontánea profundidad a
alguien que le preguntaba acerca de su cansancio: “Tengo los pies
cansados, pero mi alma descansa.” Se hablará de los jóvenes alumnos de
los institutos y de los estudiantes universitarios; de los jóvenes
ministros del Evangelio y de toda una pléyade de sacerdotes mayores que
ellos, que se sientan en las secciones alimenticias de los almacenes,
valientemente y adhiriéndose a la no violencia, a la vez que dispuestos
a ingresar en la cárcel porque así se lo pide su conciencia. Día llegara
en que el Sur se entere de que, cuando aquellos hijos desheredados de
Dios se sentaban en los snack-bar de las galerías, de hecho estaban
defendiendo lo mejor del sueño norteamericano y los valores más sagrados
de nuestro legado judeocristiano, reconduciendo así nuestra nación a los
grandes pozos de la democracia, profundamente cavados por los padres de
la nación norteamericana en su formulación de la Constitución y de la
Declaración de la Independencia.
Nunca antes de ahora escribí una carta tan larga. Me temo que sea
demasiado larga, habida cuenta de lo cargado que están sus horarios. Les
aseguro que hubiese sido mucho más corta de haber sido escrita detrás de
un cómodo despacho, pero, ¿qué puede hacer uno cuando está solo en una
estrecha celda de la prisión, como no sea escribir largas cartas,
desentrañar profundos pensamientos y rezar interminables oraciones?
Si hay en esta carta algo que exagera la verdad e indica una impaciencia
poco razonable, les pido que me perdonen por ello. Si hay en ella algo
que minimiza la verdad e indica que es tanta mi paciencia que me
conformo con algo menor que la fraternidad, pido a Dios, bien
sinceramente, que me perdone.
Espero que esta carta les halle firmes en su fe. Espero también que las
circunstancias me permitirán no tardar mucho en reunirme con cada uno de
ustedes no como integracionista ni como líder del movimiento de los
derechos civiles, sino en calidad de eclesiástico y de hermano cristiano.
Esperemos todos que los oscuros nubarrones del prejuicio racial se
alejen pronto y que la densa niebla de la interpretación torcida se
apartará de nuestras comunidades presas de miedo, y que algún día no
lejano las refulgentes estrellas del amor y de la fraternidad iluminarán
nuestra nación con toda su deslumbrante belleza.
Me despido de ustedes, quedando suyo en la causa de la paz y la
fraternidad.
Martin Luther King
Referencias:
1- Boston Tea Party, concentración de ciudadanos de Boston, el 16 de
diciembre de 1773 para proteger las decisiones contrarias a la
importación adoptadas por la colonia, quienes echaron por la borda el
cargamento de té que se hallaba en tres buques ingleses recién llegados.
2- Espíritu del tiempo
Fuente:
www.semanarioafondo.com
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