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La carta que no le mandé a Bush.
Por Agustin Tamargo.

Si yo supiera que él la iba a recibir, que la iba a leer y que le iba a prestar alguna atención a lo que se dijera en ella, yo le habría escrito hace mucho tiempo una carta al presidente Bush. ¿Con qué tema? Con el único que me interesa a mí por encima de todos: el de la libertad de Cuba. La carta no iba a ser muy halagadora. Al contrario: tendría cierto sentido crítico. Pero diría de todos modos algo que es verdad y que yo creo que ninguno de los cubanos que son amigos suyos le ha dicho a él nunca. Y es esto: Usted, querido amigo Bush, habla con los cubanos, come con los cubanos, quiere a los cubanos y busca el voto de los cubanos. Pero con los cubanos de aquí. Los de allá son otra cosa para usted, muy diferente. Y ésos de allá, que no comen con usted, ni hablan con usted, ni votan por usted, son sin embargo los que importan. Porque son ésos los que están hundidos desde hace casi medio siglo en un abismo de opresión que produce escalofríos. Son ésas las víctimas desgarradas de un despotismo totalitario levantado a la misma puerta de la democrática nación que usted encabeza hoy y que se proclama y ha sido y es campeona de la libertad en todas las épocas y en todas las partes del mundo.

Esto, probablemente, se lo habrá dicho algún cubano a Bush, recordándole a la vez la centenaria y estrecha relación histórica, económica y política que su nación tiene con la nuestra. Pero lo que yo creo que nadie le ha dicho de manera tajante y franca es esto: Usted, señor presidente, es jefe de un país que libró en tierras europeas dos guerras mundiales en defensa de la idea democrática. Usted dirige hoy una nación que ha intervenido cien veces en América Latina (Panamá, Haití, Santo Domingo, Nicaragua) para eliminar dictaduras y dar a esos pueblos justicia y paz. Ahora mismo, usted ha ordenado invadir un país árabe lejano, gastando billones de dólares y derramando allí la sangre de la juventud americana para que aquel pueblo borre la negra sombra de la tiranía y sea feliz. Todo eso está muy bien. Medio mundo aplaude esa conducta que antepone los valores espirituales a los materiales y que justifica moralmente acaso la avasalladora magnitud del imperio americano.

Pero al llegar aquí, si el que le habla es un cubano, liberal o conservador, republicano o demócrata, negro o blanco, joven o viejo, surgen unas preguntas inevitables que serían más o menos éstas: ¿Y Cuba, presidente Bush? ¿Qué pasa con Cuba? ¿Por qué Irak sí y Cuba no? ¿No hay más presos, más muertos, más perseguidos y más esclavizados en la cercana Cuba que en el lejano Irak? ¿No ha sido el déspota de Cuba, desde hace casi medio siglo, una punta de lanza contra el prestigio y los intereses americanos en este y en todos los hemisferios, como no lo fue nunca Hussein? Hay cosas peores todavía. ¿Quién derribó un avión civil, asesinando a los ciudadanos americanos que iban dentro: Hussein o Castro? ¿Quién penetró la fortaleza del Pentágono con una espía de marca mayor: Hussein o Castro? ¿Y quién amenazó con pulverizar con la bomba atómica a media docena de ciudades americanas: Hussein o Castro? En fin, la relación es larga, demasiado larga, la conoce todo el mundo, no es necesario insistir en ella. Pero en lo que sí hay que insistir es en esto: en el misterio de por qué no ha habido nunca, ni siquiera en Bahía de Cochinos, una verdadera estrategia americana para ayudar a los cubanos a abatir a su enemigo, que es a la vez el peor enemigo que ha tenido jamás este país.

Esa estrategia, en este momento, yo creo que es bien sencilla y sería muy fácil de desplegar. En Cuba hay hoy un clima psicológico de rebelión, un ansia de cambio, del género que sea. Nadie está feliz ni tranquilo, ni dentro ni fuera del aparato de poder. Ha habido muchos casos ya de deserciones y de fugas. ¿Le costaría mucho trabajo al gobierno americano --pregunto yo-- acercarse a las zonas del descontento militar y civil y trabajar por un cambio que se inicie inevitablemente con la eliminación del déspota y sus agentes principales? ¿Le costaría mucho al poderoso gobierno americano ayudar a que se integre después un gobierno cubano cívico-militar provisional, con figuras demócratas de La Habana y de Miami, asentado todo sobre un aparato marcial que garantice el orden, evite las matanzas y establezca las bases de una rápida justicia y reparación de daños, para que sea aceptado por todo el mundo? ¿Le sería imposible ayudar más tarde a que se reagrupen las vertientes ideológicas en partidos, se hagan elecciones bajo nuevas leyes y se integre un gobierno constitucional que tendría un respaldo unánime? Nada de esto, desde luego, es imposible. Al contrario: no sólo puede producirse en unos meses, sino que forma parte de una vieja, larga y experimentada práctica intervencionista americana. Pero ahora no está en el programa, al parecer. El señor Bush y sus asesores andan por otros caminos.

Por eso yo no le escribí la carta a Bush. Porque él no la iba a leer. A quien le voy a escribir, no una, sino muchas cartas, va a ser a esos cubanitos frescos de Miami que se declaran apóstoles de la independencia nacional de Cuba y antimperialistas, pero nacieron, se criaron y se educaron con Castro bajo la tutela del imperio soviético sin decir ni ¡ay! y viven ahora con los americanos y de los americanos, pero odian a los americanos. ¡Hasta el mismo infierno voy yo, si hay que ir, no a Washington, cuando se trata de la libertad de Cuba!

Fuente: El Nuevo Herald.