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Artículos
¿Quiénes se oponen a Castro?
Por Iria González-Rodiles
Para ahora hay una respuesta a la interrogación del título, y otra, para
45 años atrás.
Cuando sus extensas arengas aún se veían como un estreno mundial, el
estatista cubano, Fidel Castro, refutaba a cuantos lo contrarrestaran,
acusándolos de batistianos, sicarios, esbirros, politiqueros,
“siquitrillados” (dueños expropiados de sus bienes por la incipiente
revolución), burgueses, terratenientes, latifundistas... Cierto sólo en
alguna medida, pues omitía otra parte de la realidad.
Opuestos, pero ajenos al listado de adversarios arguído por el debutante
jerarca, se hallaban, además, estadistas y ciudadanos comunes, militares
y civiles, ricos y pobres, cuyas convicciones democráticas los movieron
a combatir la dictadura del general Fulgencio Batista y Zaldívar, con
anterioridad; luego, también, al comandante Fidel Castro Ruz, quizás
porque vislumbraran con precocidad el rumbo y las consecuencias futuras
de los embrionarios acontecimientos.
Ejemplos clásicos se hallan en hombres como Mario Chánez de Armas y
Gustavo Arcos Bergnes –participantes del asalto al cuartel Moncada, bajo
el liderato de Castro, el 26 de julio de 1953— y Hubert Matos –comandante
de la lucha guerrillera en las montañas--, quienes, por discrepancias
con Castro, fueron encarcelados durante 30, 7 y 20 años, respectivamente,
en nombre de una revolución que los tres también gestaron.
Incluso, hombres de honor, activos en el ejército oficial durante el
batistato, impidieron la ejecución de planes inescrupulosos, cuando
estuvo al alcance de sus manos hacerlo, a pesar de los riesgos
personales que toda objeción de conciencia acarreaba dentro de la
dictadura batistiana, mucho más, tratándose de militares: Jesús Llanes
Pelletier evitó el posible asesinato de Fidel Castro cuando el caudillo
fue hecho prisionero; Álvaro Prendes impidió una masacre humana al
desobedecer determinada orden de bombardeo.
Unos más temprano, otros más tarde, también se opusieron a Castro.
Pero aquellos tiempos, que casi se remontan a la distancia de medio
siglo, en nada se asemejan a los actuales. Los estratos representativos
de la “vieja” sociedad –como se decía entonces--, enumerados por Castro
en el discurso político inicial como sus acérrimos contrarios, ya no
existen en Cuba.
Transcurridos 45 años, sólo queda una parte de aquella “vieja” sociedad:
la masa mayoritaria, compuesta por gente de pueblo; aunque tampoco es
idéntica a la existente al triunfo de la insurrección armada, dados el
crecimiento demográfico posterior, la fuga migratoria y el ascenso de la
pobreza generalizada.
Con la supuesta “nueva sociedad” se originó, también, una élite dueña de
todo, que se proclama como “un gobierno de pueblo”, aunque disfruta de
las bondades del poder arrebatado a Batista, de las riquezas y
propiedades confiscadas a los antiguos dueños, junto a otros beneficios
y ventajas exclusivas surgidas con las inversiones extranjeras. Como
consecuencia, la inquisidora e implacable realidad muestra y demuestra
que, en sentido general, Cuba se polariza en una élite gobernante con su
séquito de favorecidos o arañadores de migajas, por un lado, y una
ciudadanía calamitosa, por otro.
Así la vida, otra es la respuesta cuando se indaga sobre quiénes se
oponen a Castro en la Cuba de hoy, esta Cuba de un cuatrigenario
gobierno que, a fuerza de imposiciones y decadencias, de intimidaciones
y discordias, ha parido su propia disensión, declarados o subrepticios,
constantes o esporádicos, radicales o tibios, activos o potenciales...
Ante este desgajamiento ineludible, Castro le echa mano –como siempre--
al perpetuo esquema de su discurso político, aunque incorpora, al
unísono, antiguos y nuevos sofismas: grupúsculos, asalariados del
imperialismo, contrarrevolucionarios, agentes de la CIA, apátridas,
mercenarios a sueldo, antisociales, traidores, gusanos, escorias,
desmerengados, que ponen en peligro “la independencia y soberanía
nacional”, (compréndase, equivale a los intereses de un poder
totalitario, de un estado policial).
Pero ya las peroratas del viejo jerarca no logran el mismo efecto que
poseían en los cada vez más lejanos “días de gloria”; aquellos, los del
triunfo. Aún los más desentendidos observadores de la realidad cubana,
reconocen que dentro de las distintas capas sociales existentes, se
halla oculto o manifiesto –según el caso y lugar que se ocupe en la
sociedad-- todo tipo de ciudadano, opuesto a Castro o discrepante de él:
dirigentes y dirigidos, marginales y privilegiados, militares y civiles,
obreros y lumpens, intelectuales y científicos, campesinos y estudiantes,
profesionales y burócratas, emigrantes y residentes, patriotas y
oportunistas, ateos y creyentes, militantes del partido y excluídos, la
izquierda y la derecha, los de arriba y los de abajo, mujeres y hombres,
“jóvenes, viejos, blancos y negros, todo mezclado”. Ésto, además, como
dice otro poema, “bien lo sabe la vieja cañada” y el viejo gobierno.
Dicho en otra paráfrasis poética, disentimos los de entonces, quienes
antes apoyamos el proyecto de un sueño –o de una utopía, como quiera
llamársele--, porque ya no somos los mismos, pues tampoco el proyecto y
el gobierno son los mismos, aunque este último se haya convertido en
vitalicio. Y porque ni siquiera el “hombre nuevo” que ha engendrado esta
sociedad, también llamada “nueva”, guarda relación alguna con el
estereotipo propuesto, en un principio, por el gobierno que tomó el
poder desde 1959 y que ha llegado a la ancianidad.
Cierto es que puede confeccionarse igual listado de quienes apoyan a
Castro, dentro de los referidos estratos sociales donde existe la
disensión. Y de guiarnos por apariencias externas –longevidad en el
poder, multitudinarios actos y desfiles, membresía de las organizaciones
gubernamentales, firmas a favor del “socialismo irrevocable”, banderitas
y “lucecitas montadas para escena”--, quienes se oponen son los menos.
Pero si se presta atención a cuanto se discurre y confiesa entre cubanos
confidencialmente, o a cuanto rumora la voz popular de manera más
abierta, o de lo que se queja y se mofa la gente común, se concluiría
que, aunque refrenados por el exilio interno, la simulación, el miedo o
el escepticismo, quienes disienten o se oponen a Castro conforman una
mayoría subrepticia. Y, entonces, surge otra interrogante: si es así, ¿por
qué no se ha caído aún el veteranísimo gobierno?
Pero, aunque nadie sabe con exactitud cuándo terminará la pesadilla
cubana, vale recordar --como siempre me decía un colega-- que tampoco en
Langley, Virginia (sede de la CIA) sabían o imaginaron que ocurriría el
desplome del “bloque socialista”, ni mucho menos, el momento preciso de
tan sensacional colapso. Sin embargo, ya sólo quedan pedazos del muro
--o de la cortina de hierro— decorando los rincones de algún hogar u
oficina, del mundo, como fragmentos simbólicos de ese mal pasado que
tampoco llegó a los cien años, por lo perjudicial e insoportable que
resultó para la mente, el espíritu y el cuerpo humanos. Lo demás, como
dicen los sabios, está escrito.
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