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La castroenteritis aguda.
Por Guillermo Cabrera Infante

Este texto inédito es el útimo que escribió su autor para EL PAÍS días antes de su muerte, ocurrida el lunes 21 de febrero 2005.

Tuve de pronto en mi televisión una especie de visión de Cuba. Ocurrió, casi milagrosa, durante el pasaje del ciclón Charlie, pero la visión del paso del huracán me proporcionó lo que muchos no vieron en Cuba: los destrozos que ocasionaba Charlie mientras Fidel Castro se aparecía en los estudios de la televisión en uno de esos impromptus que tanto le gusta hacer. Alguien habló de su cumpleaños, que era ese día, y se extendió para hacer un juego de palabras: "Por tanta charla me perdí el paso de Charlie". Se rió y sus contertulios se rieron con él: Charlie, charla. ¿Comprenden? El Máximo Líder había hecho un chiste.

Pero no era un chiste: el paso del huracán Charlie había afectado de veras a Cuba, sobre todo a sus provincias occidentales. Después se vio cómo "trabajadores voluntarios" recogían las ramas y los troncos caídos de los árboles, y cómo reparaban los daños hechos a las comunicaciones telefónicas y los cables del tendido eléctrico tumbados por el suelo, causantes de las interrupciones de la electricidad en zonas de La Habana y todo Pinar del Río. Pude ver así cómo era la vida en Cuba fuera de La Habana. Vi a gente desharrapada haciendo labores de limpieza de escombros vegetales, pero vi también la extrema pobreza en que viven los cubanos del campo. Los vi arando con arados de madera tirados por bueyes famélicos. También vi a campesinos vistiendo harapos y llevando desvencijados sombreros de paja. Todos parecían consumidos por una enfermedad que los discursos de Castro y las amañadas estadísticas oficiales no permitían ver. La visión que ofrecía el canal internacional cubano (es decir, la versión oficial) dejaba ver antes de emitir el noticiero otra Cuba secreta, pero mostrada ahora como si se tratara de una visión del paraíso. Se veían árboles frutales cuyos frutos iban a dar a las mesas de blanquísimos manteles en restaurantes y hoteles, que permitían que el locutor hablara de sitios paradisiacos. Sólo que esta visión estaba vedada a los cubanos, como estaba prohibida la presencia de cubanos en hoteles y restaurantes. Los cubanos eran los sirvientes de los turistas extranjeros y parecían hacerse invisibles entre el boato de los buffets y los juegos de mar, en que hombres rubios remaban ociosos en kayaks y piragüas de lujo, mientras rubias espléndidas se paseaban inocentes por la playa exhibiendo la última moda de biquinis cómplices.

Pero Castro era bien visible en este noticiero. Había unas reuniones que llamaban mesas redondas, que eran también pretextos para que Castro apareciera iluminando a los reunidos y a los temas con su verbo que a veces se convertía en verborrea. En una ocasión, una de las mesas redondas era sobre los ciclones del Caribe. Habían traído ahora al flamante director del observatorio nacional para que hablara de una teoría ciclónica. No bien había comenzado a dar su lección el eminente metereólogo cuando Castro lo interrumpió para revelar cuánto sabía de, entre otras cosas, ciclones y huracanes. Ya no volvió a hablar el eminente experto porque Castro comenzó a darle lecciones a él y a los otros concurrentes. Sabía no sólo de la atmósfera y sus fenómenos, sino que tenía su teoría acerca de cómo se forman los ciclones. Recordaba uno de los chistes oficiales que me había contado Juan Marinello, el dirigente comunista. Hablaba Castro para los carboneros de la ciénaga y hasta habían instalado un televisor para captar sus palabras y transmitirlas. Castro habló, como siempre, del carbón vegetal, de su fabricación y hasta de su venta en los mercados populares. Cuando terminó su relato todos los congregados aplaudieron. El responsable de la reunión vino a conversar sobre su tema favorito: Fidel Castro. Se dirigió a un carbonero ya mayor para preguntarle qué le había parecido la intervención del Máximo Líder: "Oh", dijo el carbonero, "ese hombre sabe de todo", pero se detuvo para agregar: "Ahora, que de carbón no sabe". Como tampoco sabía de huracanes y ciclones y se embarcó en una risible teoría, evidentemente de su propiedad, y se enfrascó en su teoría de ciclones y contraciclones y su efecto devastador. Pero, para los que estábamos reunidos para ver cómo su versión en la mesa redonda se convertía en una digresión de la que no podía salir y que nadie se atrevía a interrumpir porque el Máximo Líder sabía todo lo que había que saber de huracanes y su paso por la isla. Faltó que uno de los concurrentes se atreviera a decir: "Este hombre sabe de todo, ahora que de ciclones no sabe".

Esa noche Fidel Castro hizo una digresión dentro de sus digresiones para decir con un tono casi de lágrimas: "A ver, ¿por qué no dejan que sus familias en el extranjero les manden a sus parientes una remesa familiar?"

En otra ocasión vino a ver un espectáculo inusitado: un gran paquebote venezolano -que era de un fastuoso state of the arts: lo último en navegación-, que venía a traer madera y planchas de zinc para ayudar a la hermana nación cubana a reparar los daños hechos por el huracán Iván a su paso. Cuando se reunió con el capitán del barco y su tripulación, Fidel Castro se vio obligado a darles a los visitantes de la democracia bolivariana de Venezuela su bienvenida con un discurso. ¿Y de qué habló Castro? Hizo una sesuda lección acerca del paso de Bolívar por Sudamérica y se demoró en ella un rato que les pareció eterno. Pero Castro hizo un alto en su periplo bolivariano para preguntarse, sin que nadie le respondiera, ¿por qué no dejaban que los emigrados (la palabra exiliado no aparece en su extenso vocabulario) les mandaran remesas a sus familiares de Cuba? (Esta monomanía se detendrá en medio de su discurso de otra mesa redonda).

Ahora, taimado como siempre, habló del dinero que le habían ya enviado a sus parientes y sus amigos en Cuba. De pronto sacó un fajo de billetes que tenían el aspecto de ser recientemente emitidos -y lo eran-. Como el mago que es, habló del dinero (nunca dijo la palabra sagrada: dólares) que tenían los cubanos guardado y que ahora se veía en la ocasión de hablarles de que "esos dineritos" serían cambiados por el Estado, por la Revolución y por él mismo. Se veía obligado a pedirles a los que tuvieran dinero, es decir dólares, que los sacaran para ser canjeados por pesos cubanos "no convertibles" y aquí el tema le proporcionó la ocasión de hablar de canjes y de patriotismo. Estos cubanos que tenían remisiones de sus parientes en Estados Unidos estarían obligados a hacer el cambio. Como la Revolución es generosa les permitía hasta el próximo día 10 del mes siguiente para hacer el cambio, y el tono se volvió amenazante: el dinero cubano se volvería de curso obligatorio. Es decir, el dinero canjeado sería de curso forzoso y los dólares (de pronto hubo dólares en su discurso) no serían, como hasta ahora, moneda de curso legal. Los dólares se volvían ilegales en su palabra que era un mandato. Fue, como ocurrió con el cambio de la moneda en 1962, un golpe de Estado financiero. Fin de la digresión y sus propósitos. No había que hablar más del asunto. Como por arte, efectivamente de magia totalitaria, aparecieron los dólares ocultos en casas privadas y dentro de estas casas salidos de debajo de colchones y colchonetas y de catres de cuatro patas.

Ahora dejó de hacer su papel de dictador benévolo pero levemente siniestro, para concentrarse en clausurar los cursos de los jóvenes graduados de arte. Antes se acercó a las graduadas para acariciarles las cabezas obedientes, para completar la misión de los que apenas serían los maestros de las escuelas cubanas por

que los verdaderos maestros habían sido enviados a catequizar a Venezuela, a la América Central. La educación de los adolescentes para formar las filas de la Revolución, recordaba a Hitler y la educación de jóvenes nazis que terminaron en las trincheras de Stalingrado y sembrando de cadáveres las estepas rusas.

Castro estaba preparado para su función, la barba recortada y bien acicalado con su pelo bien peinado al descubierto y la cara maquillada. Estaba en una tribuna erigida al frente del monumento al Che Guevara en Santa Clara, ahora bautizada Villa Clara, en que se guardaban los despojos del guerrillero heroico, utilizado por Castro como un apóstol conveniente por su silencio. Terminaba el Máximo Líder su discurso alumbrado por potentes reflectores para destacar su perfil y tocaba levemente el micrófono para garantizar su uso como punto final. Entre los atronadores aplausos hizo una pausa antes de su lema terminal. No era el atroz "Patria o muerte", sino una frase prestada también del Che Guevara: "Hasta la victoria siempre", exclamó. Pero esta victoria le iba a quedar más lejos de lo que pretendía. Después de sorber un trago de agua luminosa y cuando se disponía a abandonar la tribuna, ocurrió el accidente. Puso un pie decisivo y de pronto estaba tendido a todo lo largo de la plataforma para rodar hasta las primeras filas de sillas, donde quedó su cabeza. Esta caída, que dio lugar a tantos chistes políticos, fue una cosa muy seria para Fidel Castro, más maltratado su ego que su cuerpo. La televisión para el extranjero captó el momento histórico, pero la caída fue cuidadosamente ocultada a los cubanos. Pronto estuvo rodeado de guardaespaldas ineficaces y quedó entre los miembros de su grupo de miñones. Aquí la emisión fue cortada para la televisión local haciendo desaparecer al Máximo Líder convertido ahora en un mínimo accidentado. Cuando lograron devolver la imagen a las televisiones locales, que habían recobrado imagen y sonido, apareció estropeado, pero consiguió hacerse el vivo. Había interpretado el papel de Humpty Dumpty, el presuntuoso tirano verbal de Alicia en el País de las Maravillas, que cayó desde la considerable altura de su arrogancia. Cuando devolvieron a Castro a su conciencia, su cara lavada de sangre ya sabía más que su radiografía: se había destrozado una rodilla y partido un brazo, pero consiguió decir: "Estoy entero". Humpty Dumpty recobró el conocimiento y nosotros su imagen reconstruida, y fue para pedir su otra monomanía: el Jeep que lo devolviera a palacio. Era evidente que quería recobrar su imagen de Máximo Líder: tullido, pero todavía al mando de su tropa.

El resultado de la caída habría sido visiblemente malo para otro mortal cualquiera pero no para el Máximo Líder. Anestesiado pudo lamentar en tono jocoso cómo se aprovecharía el enemigo de su caída: "Apareceré en todas las primeras planas de los periódicos del mundo". Pero no resultó un buen heraldo. El periódico The Times había relegado la noticia a la página 20 sin darle excesiva importancia excepto por el título. Decía éste: Cayó Castro, y era más jocoso que veraz. Castro no había caído, se había caído, que no es lo mismo. Otros periódicos del mundo daban la noticia sin concederle importancia. Pero sí se la había dado Castro, al escribir (mejor sería decir dictar) una carta en que relataba de modo heroico su petición de no darle anestesia y casi parecía que él había dictado, no sólo la carta, sino también la ejecución de la operación. Pero para el narcisismo y la arrogancia de Castro debió haber sido un resultado peor. Apareció, sí, en la tevisión para completar su úkase del cambio de pesos por dólares. Su obesión había sido como una premonición, aunque la hacía con las barajas marcadas.

Fidel Castro permaneció oculto entre las sombras pero emitía comunicados que leía por televisión un locutor que parece nieto de Batista, cuya voz engolada tiene un efecto que apenas sugiere la autoridad de lo leído. Raúl Castro heredó el mando con un cuidado extremo de no parecer decir ahora mando yo. Pero al hacer las labores del otro Castro, este Castro aparece rígido, ríspido y dice chistes que él sólo ríe. No es que Raúl no tenga el carisma de su hermano, es que aparece ejerciendo su autoridad más que nada como un general no bolivariano sino boliviano. Gordo, con una cara abofada como si acabara de salir de la cama. ¿Y quién no dice que su autoridad es un sueño que para otros es una pesadilla? ¿O es una versión de lo que ocurrirá cuando Fidel Castro desaparezca para siempre? La pregunta no es un mero ejercicio de retórica: Fidel Castro bien pudo haberse matado en una caída que es otra muestra de su debilidad física, aunque goza de buena suerte todavía, y bien podría haberse hecho añicos la cabeza y no sólo romperse una rodilla. Para algunos se trata de una zancadilla que le hizo desde el otro mundo el Che Guevara. Para otros no es más que la realización de un refrán a que aluden los cubanos: no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista, y su cuerpo ha comenzado ya a no resistirlo a sus 78 años cumplidos.

Fuente: La Nueva Cuba
Publicado en El País, El Periódico Digital, España
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Jefe de Buró Latinoamérica
Dept. de Investigaciones
Febrero 27, 2005